Recuerdos de la vida de un tiempo, en un taller Artesano, dignamente pobre y sereno, de entre fe, arte, Humana solidaridad.
A los estremos confines de la provincia de Avellino, en la alta valle del Sele, a los confines con la Lucania, un pequeño pueblo, Calabritto, se ganó el título de «joya del Irpinia».
No lejos de Eboli, donde “Cristo se detuvo”, es pero una zona poblada por “cristianos”.
En los dialectos del sur, la palabra «cristiano» significa generalmente el ser humano, el hombre: «pobre cristiano», por ejemplo, simplemente significa «pobre hombre».
Carlo Levi, bajo el título de su libro, «Cristo se detuvo en Eboli», pretende indicar la pobreza de la región más allá de Eboli, donde la vida no era lo que debería guiar a los seres humanos: denuncia de la pobreza moral no sólo del fascismo, sino por todos los sistemas políticos cuya preocupación principal no es trabajar por el bien común.
En Calabritto, provincia de Avellino, el 26 de octubre del año 1908, nació mi padre, Vincenzo Sarcone.
Dominada por el Monte Altillo, Calabritto tiene una especial veneración a la Virgen María, bajo el título de Nuestra Señora de las Nieves, que en la parte superior de la montaña tiene su santuario.
Su patrón es San José, el carpintero, el esposo de María y padre de Jesús, de acuerdo con el espíritu: guardián de la intemerada virginidad del una y de la preciosa infancia del otro.
Cerca de allí, el pueblo de Senerchia venera como protector al Arcángel Miguel, el capitán del ejército angelical, princeps coelestis militiae, que rechazó el asalto malvado de Lucifer en el cielo, derribandolo con el dardo de una pregunta: «¿Quién es como Dios? »
Y, para los hombres, este fué su nombre para siempre. Debido a que Mi-cha-el, en el idioma fascinante de los Judios, que significa, precisamente, «quien-como-Dios.»
Esto me dijo mi padre, mientras trabajaba en la estatua de San Miguel, explicándome por qué el arcángel con el índice de la mano derecha indica el cielo: en ese gesto era contenido el significado del nombre.
Por lo tanto, era un vasto complejo de imágenes espirituales el que mi padre, en el taller de Via San Gregorio Armeno, al número 50, me transmitía con las palabras, mientras trabajaba con su hábiles manos transfundiendo estas en la materia para que fueran visible a los demás los hombres.
Aprendía así los secretos del arte, los cuales eran delicadas operaciones manuales, y al mismo tiempo revelaciones espirituales sublimes.
«Oh! Nada sabe de verdad quien nunca a contemplado un seguidor del Arte perderse en el sueño de repetir los gestos del Eterno Alquimista «. Cuando, en uno de mis libros, escribí estas palabras fue a mi padre al que yo pensaba.
Nunca, cuando, junto a él, me embarravo de arcilla, color y yeso, habría pensado que mi camino habría sido totalmente diferente, un camino que me llevaría lejos del Arte.
Que pasaria la vida en los libros y que otros habría escrito yo mismo.
Que estudiaria la «glotología» y otras disciplinas con nombres altisonantes: que aprenderia a hacer las etimologías, y entonces sabría que «Calabritto» deriva de una palabra latina hermosa, calabrix, el nombre del «espino».
El 8 de mayo, en un día y en un mes dedicado a la Virgen María, a los cuarenta y seis años de edad, mi padre dejó su forma terrenal.
Tenía poco más de ocho años. Pero en el corto espacio de tiempo en el que lo tuve como maestro, un semegante patrimonio ideal recogí que, en tantos años de vida, de lectura, de viajes, de reflexiones y de incursiones en la cultura, todavía no he conseguido reelaborarlo.
Y siempre en ese patrimonio me baso, al escribir mis notas.
Pero su legado más precioso fué el sentimiento de solidaridad humana, enraizada en la convicción de una fraternidad que une a todos los hombres y centrado en la fe de Cristo.
No éramos ricos.
Ni mucho menos.
A pesar del arte de mi padre, no siempre se podia armar algo para el almuerzo o la cena.
Sin embargo, nunca un mendigo se alejó de la puerta de nuestra casa-laboratorio sin recibir la ofrenda de la piedad humana: la caridad cristiana.
El mejor recuerdo.
Una vez, un anciano ciego, dirigido por una joven vestida pobremente, quizás su nieta, se detuvo en la puerta de la mendicidad a pedir lemosina.
Mi padre le otorgó una moneda, quitandola de lo poco que tenía.
Mi hermana, unos años mayor que yo, cuando los dos mendigos se habían ido, se volvió con resentimiento a nuestro padre: «Papá, ¿por qué la has dado a ellos y no a mi» Pensativo, pero sereno (así lo recuerdo: siempre en una serenidad reflexiva), dijo: «Debido a que la necesitan mas que nosotros.»
Desde ese momento, nadie en nuestra familia ha pasado indiferente por delante de una mano extendida para pedir el tributo de la solidaridad humana.
A partir de ese momento me di cuenta de que la solidaridad existe sólo entre los pobres.
Y mas adelante comprendería por qué el Maestro había, con amargura, negado que los ricos pueden entrar en el reino de los cielos.
Sí, me vería obligado a tomar otro camino, el camino de los libros y la cultura.
Pero todas mis lecturas, ampliando mis conocimientos, no me han dado un solo fragmento de Sabiduría.
Simplemente han confirmado que la verdadera Sabiduría era esa que, con sus palabras y su arte, me transmitía con facilidad, mi padre.