«Hacer el pesebre» es intrínsecamente diferente de coleccionar valiosas estatuitas de pesebre. La primera acción es «salvífica» y «terapéutica», el coleccionismo, sin embargo, responde a una necesidad de posesión o, a lo sumo, de colección completa y de conocimiento.
Desde años, con la palabra y los escritos, estoy comprometido a establecer la diferencia entre la compleja tarea de «hacer es pesebre» por un lado y la colección de valiosas piezas de arte de pesebre, por el otro.
La primera, ocupando la persona en la totalidad de sus habilidades cognitivas y manuales, en el que el «conocimiento» se identifica con el «hacer», juega un valor «salvífico» (los psicólogos dirían «terapéutico«), y se puede comparar con las operaciones del antigua Alquimia.
Coleccionar, sin embargo, tiende principalmente a satisfacer el deseo de posesión que es la base de muchas actividades humanas.
Esto no quiere decir que el coleccionismo como tal debe ser condenado de manera simplista: este, expresando el amor por un determinado campo del operar humano, del que se desea recoger el mayor número posible de documentos, es la base del estudio y la envestigación.
El sueño de todo coleccionista es llegar a la totalidad de la documentación. Por lo tanto, el coleccionismo es el promotor de colecciones completas de materiales que contribuyen al desarrollo de la visión histórica.
Un ejemplo particular de coleccionismo está representado por lo que he llamado «pesebre culto«, cuya edad de oro es el Setecientos: este, con los «pastores» vestidos, con pequeñas piezas, con la representación escrupulosa de escenas de la vida del campo y popular, nos preserva la memoria de herramientas, de objetos de uso cotidianos, de diversas costumbres, la cual memoria de otro modo podría perderse.
El peor aspecto del coleccionismo es la transformación del deseo de documentación en el deseo de poseer fin a si mismo: existe inherente a esto un peligro para el objeto, para el propio colecionista, y con frecuencia para la sociedád.
Te hago un ejemplo desde el campo de la «bibliófilia«, un término técnico que significa «amor por el libro». El libro es la herramienta fundamental de la conservación y transmisión del conocimiento, y de este se ama todo: en primer lugar el contenido, por supuesto, pero también el tipo de papel y la encuadernación.
La mayoría de las veces, en un libro, las cualidades «estéticas» son también cualidades «funcionales»: la belleza, es decir, no es un fin a sí misma, sino un medio para un mejor disfrute del contenido.
Sin embargo, la evaluación de las cualidades estéticas, puede tomar aspectos maníacales, realmente patológicos.
El «bibliófilo» que se convierte en «bibliomane» tiene miedo incluso de manejar sus libros: para no arruinarlos pasando las páginas, es decir, nadie los lee. A veces, porque el libro no pierda su valor de mercado, lo deja intacto, con las páginas sin cortar como cuando salen de la imprenta. Hay algunos que no liberan los libros de la caja en la que están protegidos en el momento de la venta.
Un «amor» de este tipo, que no respeta su propio objeto, se vuelve peligroso desde el punto de vista social, cuando, con el fin de satisfacerlo, uno está dispuesto a romper las reglas y las prohibiciones hasta al crimen mismo. Los coleccionistas maniacos son propensos a comprar productos de origen incierto, cuando no son ellos mismos a comisionar robos en museos, bibliotecas y privados.
Por lo tanto, el robo de arte, donde un coleccionista de este tipo de impulso, destruyen la integridad de los registros históricos, empobrecen nuestras ciudades, nuestros museos y las iglesias, subtrayendo al disfrute público las obras de arte, para que sean a disposición de un solo individuo, con fines de placer no tanto privado, cuanto solipsista, por que el dueño de una obra robada nunca podrá exponerla al público, sino deberá mantendrá cuidadosamente escondida.
Dejo a su evaluación decidir si este es amor por el arte. Estos crímenes derivan su razón de ser por el aumento, a veces desproporcionado, de los precios de mercado.
También el coleccionismo de «pastores» corre todos los peligros de la transformación en sentido negativo.
En primer lugar, un «pastor» está hecho para ser colocado en un pesebre.
De acuerdo a la habilidad del artesano y a la disponibilidad economia del poseedor puede ser más o menos bello, más o menos bien hecho: puede ser, o no, un objeto de arte.
En todo caso, bonito o feo que sea, finamente trabajado o toscamente esbozado, se convierte en vivo sólo cuando toma parte en esa fantastica representación de la Natividad, es decir, cuando, junto con los otros personajes, va a la cueva en la que nació el Divino Niño o puebla y anima las casas, las calles, los campos del pesebre.
Es de verdad muy triste, sin embargo, el destino de aquel pastor que su proprietario ha previsto para adornar un estante o relegado para siempre en una caja de cristal, como evidencia de una compra cara (cuanto más caro es el más prestigioso), durante un paseo en San Gregorio Armeno.
Si a de mas es el mismo artesano a situar el «pastor» sobre una base elaborada (proporcionando así el principio de que nunca sea parte de un pesebre), significa que algo no funciona y que hay que empezar a reflexionar seriamente.
He conocido, por el contrario, un refinado coleccionista de pastores de terracota, algunos más «artísticos», otros un poco más toscos: de todas formas muchos para que todos ellos pudieran caber en un pesebre cada Navidad.
Así que ideó un sistema: una vez colocados los personajes esenciales (de los cuales he hablado aquí), ponia en el pesebre, rotando cada año, ahora una y ahora la otra de las figuras de terracota; a veces, también las cambiava durante la temporada de navidad. De esta manera, decia, que a ninguno de ellos se le negaba la alegría de participar a la representación sagrada, y que todos podian vivir una verdadera vida al menos por un corto período de tiempo.
Ahora es bueno que me detenga aquí! Como puedes ver es un tema que realmente me appassiona… y tú, ¿qué opinas?